mujeres anti-minas del Sahara



Todos los días, Toufa, Chaia y Mariam arriesgan su vida para desactivar algunas de las 10 millones de minas personales que hay en los 2 mil 700 kilómetros de desierto en el Sahara Occidental, en la frontera con Marruecos. Así es la vida de estas mujeres por Tifariti, una población que representa el símbolo de resistencia saharaui frente a la ocupación marroquí, quienes ahora luchan por erradicar el mayor campo con bombas en el mundo. 


Texto: Valeria saccone 
Fotos: Pablo Balbontín y Landmine Action
Artículo publicado por el Semanario Mexicano "Día Siete"



En medio del desierto del Sahara, tres mujeres y tres hombres caminan entre la arena envueltos en pesados chalecos azules. Las chicas llevan sus cabezas cubiertas por un turbante y su cara protegida por una máscara de plástico. Alrededor de su cintura, unos artilugios pitan cada vez que se topan con algún objeto metálico.

Sus piernas se mueven dentro de un endeble rectángulo amarillo. Todo acontece en la máxima lentitud. Exploran el territorio con movimientos prudentes y mesurados que recuerdan los pasos circunspectos de un puma. 

Ellas se llaman Toufa, Chaia y Mariam y son las primeras mujeres saharauis que trabajan en el programa de desminado del Sahara Occidental. Desde hace un año arriesgan su vida para desactivar minas antipersona, bombas de racimo, misiles y todo artefacto explosivo enterrado en el desierto. 

“Antes de comenzar este trabajo, no tenía ni idea de que hubieran tantas minas en nuestra tierra”, dice Mariam, de 23 años y una mirada firme. “Nunca en mi vida había visto una mina de cerca, a lo sumo en la televisión”, asegura Toufa, enfundada en una melfa rosa, el traje tradicional del Sahara. 

Hasta 10 millones de minas y bombas de racimo se ocultan a lo largo de los 2 mil 700 kilómetros que mide el “muro de la vergüenza”, que es como se refieren los saharauis a la enorme fortificación que separa el Sahara ocupado por Marruecos desde 1975, de los territorios reconquistados por el Frente Polisario durante los 16 años de una guerra sangrienta, que acabó en 1991.

Es una larga herida de alambre de espino y arena que rompe en dos un pueblo y su país. El reino alauí la construyó en los años ochenta para repeler los ataques de los guerrilleros saharauis y llegó a gastarse en su mantenimiento la cifra astronómica de tres millones de dólares al día.

Vigilado permanentemente por 165 mil soldados armados hasta los dientes, el muro del Sahara está considerado como el mayor campo de minas del mundo. Desde 2006, la ONG británica Landmine Action (LMA)  lucha para recuperar este territorio martirizado por las bombas y muy rico en fosfatos, una materia prima muy valiosa para la fabricación de fertilizantes y la verdadera razón de este conflicto olvidado. 

LMA actúa en países como Irak, Pakistán, Líbano o Liberia. En el Sahara, tienen su cuartel general en Tifariti, una pequeña aldea del desierto a 600 kilómetros de Tindouf (Argelia), donde 200 mil refugiados saharauis malviven desde hace 33 años. 

Tifariti es un emblema en la historia reciente de los saharauis. Aquí recalaron los primeros refugiados tras la ocupación de Marruecos, después de la retirada de España. Sobre estos campamentos improvisados cayeron las bombas marroquíes de napalm y fósforo blanco, en 1976. 

Desde entonces, este poblado está habitado sólo por nómadas y un puñado de militares polisarios. Una escuela sin alumnos, un hospital sin pacientes, y una decena de casas en ruinas son los únicos edificios de este asentamiento, que recuerda el decorado de una película del Oeste.

“Mis amigas se sorprendieron cuando les dije que iba a trabajar aquí y en este proyecto”, recuerda Toufa, de 28 años. “Alguna me dijo que podría ser peligroso, pero al final tanto ellas como mi familia entendieron mi elección”, añade en hassania, el dialecto de los saharauis. 

La entrevista se desarrolla en el comedor de la sede de la ONG, un cuarto sencillo y oscuro en el que sólo hay una mesa, un televisor y un refrigerador. Mohamed traduce palabra por palabra en un castellano muy culto. Toufa y Mariam se enteraron del programa de LMA por un anuncio en la radio saharaui.

En este trabajo, el primer error es el último

Actualmente, 30 personas trabajan de forma estable en el programa de desminado de LMA. Tres equipos de seis personas realizan el trabajo de campo necesario para localizar y neutralizar las minas en la zona saharaui del muro. 

Un médico alemán enseña a los miembros sanitarios del equipo a prestar auxilios médicos en caso de accidente. “En Tifariti no hay sala operatoria. Nuestro personal médico debe estar capacitado para estabilizar al paciente hasta que pueda ser trasladado al hospital más cercano”, explica Ralf. Alcanzar “el hospital más cercano” implica un viaje accidentado de seis o siete horas por el desierto.

En total, seis mujeres operan en la sede de LMA: tres en el desminado y otras tres en la administración. Su presencia responde al deseo del gobierno saharaui en el exilio de fomentar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. LMA se hizo eco de este planteamiento y desde la radio saharaui lanzó una convocatoria sólo para mujeres.

Se presentaron 35 chicas, entres ellas Toufa y Mariam. En cambio, Chaia se enteró del proyecto por un amigo. Esta mujer de 29 años trabajaba como enfermera cuando se presentó a las pruebas. Está divorciada y tiene una hija de 9 años que estudia en Argelia, como muchos niños saharauis que ya completaron la educación primaria en los campamentos de Tindouf. Esto no le impidió cambiar su vida para ocuparse del desminado de una de las zonas más peligrosas del planeta.

“Tiene mucho valor, no teme nada, ni las explosiones”, asegura Mohamed, el traductor. “Sabemos exactamente la hora de cada explosión, nos la comunican vía radio”, afirma Chaia con una gran sonrisa. “Conocemos a la perfección todas las medidas de seguridad. No hay que tener miedo”, agrega Mariam. 

Estas mujeres han dejado su mundo para enrolarse en un proyecto muy arriesgado. Las mueve un fuerte compromiso patriótico. “Queremos ayudar a nuestro país y salvar vidas”, dicen. Su mirada se pierde en la pantalla de la tele. Una novela en árabe capta su atención. Mientras, hablan de las minas como un tendero hablaría de pepinos. Para ellas, forman parte de una rutina que, para un observador sin familiaridad con las bombas, es macabra y, al mismo tiempo, enternecedora.

Todo en LMA recuerda la tremenda capacidad del ser humano para construir máquinas de muerte. Un mostrador recoge ejemplares de minas, bombas, granadas y cohetes. De las paredes cuelgan mapas de zonas minadas.

Cuatro accidentes se han registrado desde que arrancó el proyecto de desminado. El más grave, en febrero de 2007. Salek Mahmoud, de 14 años, murió tras la explosión de una bomba de racimo. Su hermano Said resultó gravemente herido.

Las fotos de las víctimas son impactantes. Hay que tener mucho valor para caminar sobre un terreno minado con la protección de un chaleco y una máscara. El trabajo en el Sahara es complejo y se articula en varias fases: localización e identificación de los artefactos; señalización de las zonas peligrosas con marcas convencionales rojas y blancas; y explosión de las bombas todavía activas.

Es una tarea que requiere mucha paciencia, porque hay que rastrear el territorio palmo a palmo con detectores de metales muy sensibles. El problema es que los años de guerra y de alto al fuego militarizado han dejado el desierto plagado de chatarra. Por eso, cada vez que el detector da una señal de alarma, los equipos tienen que parar su pesquisa y excavar en la arena. 

En muchos casos, se trata de un objeto metálico inofensivo. Pero hay que extraerlo con el mismo cuidado que si fuera una bomba, porque nadie sabe lo que hay debajo de la arena hasta que no se saca a la luz. “En nuestro trabajo, el primer error es el último. Es lo primero que se aprende aquí”, recalca Lejlifa Boujari, otro operador.

La chatarra hace que, en los días de más éxito, cada equipo consiga limpiar 50 metros cuadrados. “Hasta ahora, hemos mapeado 41 campos de minas”, señala Ahmed.

Paz pendiente

Los miembros de LMA trabajan de lunes a domingo durante ocho semanas. Después, descansan dos y pueden viajar a los campamentos para visitar a sus familias. “La vida aquí es dura. No hay nada alrededor, ni un supermercado. En verano hace un calor asfixiante y son comunes las tempestades de arena”, destaca Ahmed.

La magnitud del muro, unida a la escasez de recursos de esta ONG, convierte la limpieza del Sahara en una labor titánica.

Es preciso estar muy motivado para no desanimarse ante semejante tarea, que puede durar décadas. “Para mí es un orgullo trabajar aquí. Siempre quise ser militar y trabajar con hombres, porque los hombres van a la guerra”, atestigua Chaia.

No hay que olvidar que los saharauis, pese al alto el fuego de los últimos 17 años, conservan una mentalidad bélica y ven a Marruecos como su enemigo. 

El presidente de la RASD, Mohamed Abdelaziz, reconoció la posibilidad de retomar las armas si la ONU no ofrece una solución en breve. Chaia no desea que haya guerra. “Espero que el pueblo saharaui logre la independencia lo antes posible. Soy optimista”, declara. 

La postura de Marruecos no facilita las cosas. El pasado 3 de diciembre, 94 países firmaron en Oslo el tratado internacional que prohíbe las bombas de racimo. Son muy peligrosas y hasta más mortíferas que las minas, porque contienen en su interior mini-bombas que quedan diseminadas por el territorio y explotan cuando alguien las pisa.

Marruecos, que empleó estas armas en la guerra contra el Frente Polisario, no firmó el acuerdo de Oslo, al igual que EU, Rusia, China e Israel. Tampoco ha suscrito la Convención de Ottawa de 1997, que prohíbe el uso de minas antipersonas. 
Paciencia y té,  ceremonias para limpiar el desierto

Se calcula que las minas causan hasta 20 mil víctimas al año en todo el mundo y que desde 1965 cerca de 110 mil personas murieron o quedaron mutiladas por la explosión de bombas de racimo. Más de un cuarto son niños, que las confunden con juguetes. Por si fuera poco, Rabat duplicará en 2009 su gasto en defensa hasta alcanzar los 3 mil 206 millones de euros.

A pocos kilómetros de la frontera marroquí, Toufa, Chaia y Mariam preparan el té, como todas las tardes. Pero hoy es un día especial, en el que todos en Tifariti están pendientes de lo que se decida en Oslo sobre las bombas de racimo.

Es el té del desierto y se toma tres veces en vasitos. “El primero es amargo como la vida, el segundo es dulce como el amor y el tercero es suave como la muerte”, explican. 

Como las minas, también esta ceremonia requiere tiempo y paciencia. Es una liturgia que se repite a todas horas en muchos rincones del desierto, desde las jaimas de los nómadas hasta los cuarteles militares.

La charla se torna cómplice. Toufa reconoce que echa de menos a su familia, “sobre todo a mi abuela, me crié con ella”. Pero todas coinciden en que han encontrado una segunda familia.

No los une sólo el trabajo y la lejanía, también el estilo de vida. En LMA no hay cuartos individuales y las chicas duermen juntas en una habitación, encima de las tradicionales mantas del desierto.

Aunque están encantadas, admiten que no está exento de dificultades. Lo peor, sin duda, es cuando pega el sol. “Con la máscara y el equipo protector se pasa mucho calor”, señala Toufa. También hay tormentas de arena y los extenuantes viajes por las rutas del Sahara. “Hace dos semanas viajamos a 700 kilómetros al sur, por un camino muy accidentado.

Es duro a veces”, añade. ¿Dejó algún novio en los campamentos? Toufa baja la mirada y susurra: “Son cosas íntimas”.

Nayat, la secretaria, 24 años y una belleza penetrante, se echa a reír a carcajadas: “Yo no tengo novio, pero si algún día hay boda aquí en Tifariti, te invitamos”. Antes de despedirse, afirma con solemnidad:

“Espero que los lectores divulguen nuestra labor entre sus amigos, entre los que ignoran que aquí hay un país que lucha por la justicia y la independencia”.